Cuando mis vecinas las monjas se engorilan
Si te paras a pensarlo, la cantidad y variedad de construcciones, habitáculos, vertederos o comercios tanto al por menor como al por mayor que uno puede tener delante de casa (es decir, eso que ves al abrir la ventana) es enorme, casi infinita. Y muy bizarra.
En mi caso, en Visionaere Gràcia, a pesar de considerar personalmente la periferia de mi maison-club una zona ostensiblemente anodina, debo reconocer que las monjas —no sé de qué estirpe son, en caso de que sean algo más que monjas a secas— tienen un buen emporio geográfico. Benditos (nunca mejor dicho) aquellos tiempos en los que la gente acaudalada, en vez de montar ONGs o fundaciones con su nombre o el de su empresa, ofrecía sus bienes y posesiones a aquellos y aquellas que custodian el reino de Dios.
En el Emporio de las Monjas, además, hay un ambientazo tremendo: jardineros que fingen currar, un segurata low profile, paletas que aparecen de vez en cuando, peña que cocina y, más bien en horarios intempestivos, desplazándose agrestemente y tratando de no llamar la atención, las monjas all around the place: las monjas, a pesar del calorazo que hace, mantienen lógicamente sus atuendos —lógica divina, es decir, más allá de nuestra lógica, que sería ir un poco más frescos a 30 grados— y circulan sin prisa pero sin pausa de un mini edificio a otro más sagrado y grande, encendiendo mortecinas luces amarillentas y, de vez en cuando, con algún que otro carpesano —lleno de papeles con gossips divinos, seguro— en la mano, como una Bíblia muy, muy redux.
Y así pasan los días, rodeadas de gente que trabaja en su mundo terrenal mientras ellas zarpan con mente y cuerpo y castidad hacia los confines elevados del Monsieur.
Pero, precisamente esta semana, algo grande ha ocurrido en su Emporio Monjil: han llegado las monjas de blanco (podría googlear si las monjas de blanco son algo más que monjas, de algún clan particular, pero qué queréis que os diga, estoy ya a punto de llegar al clímax del post y es un poco tarde). Atribuyo su llegada a lo que me imagino que es algo así como a) un stage eclesiástico b) un airbnb religioso c) un viaje para conocerse en persona tras años de correspondencia a mano d) una especie de meeting/congreso/sacred rave que las ha revuelto a todas como cuando uno pega un buen golpe a una colmena y todas las abejas salen despavoridas en plan uuuuhhh what?!.
Podríamos generar bastante literatura y dejar abusar a nuestra imaginación con cualquiera de las opciones planteadas, pero por el nivel de asistencia de negras vs. blancas (monjas) y lo muy metidas en lo suyo que pasean últimamente, he llegado a la conclusión de que, en efecto, están en un congreso/sacred rave debatiendo algunos detalles importantes acerca de cómo hacer crecer orgánicamente el Facebook de Santo Tomás, posicionar mejor con SEO en Google "necesito ayuda por favor no sé qué pensar", aumentar la recopilación de mails regalando un pdf llamado "I GOD THE POWER" con unas lyrics hechas por una comunidad norteamericana con decenas de miles de suscriptores (tanto por correo como en Youtube, tema que tratarán en el próximo congreso/sacred rave).
Hasta aquí todo bien, cualquiera intenta hacer algo así en las redes para sentir que está al día y se preocupa tanto por sus negocios como por las nuevas tecnologías. Pero el otro día, buah, no me gustó lo que vi, supongo que algo no iba bien por los angostos pasillos del big temple ni a través de las húmedas paredes de las salas que han quedado como edificadas bajo tierra —no worries, muy lejos de lucifer y su zona de cobertura—. Y, claro, hay que airearse un poco, ¿no?
Pues eso hicieron un par de black monjas —las locales—, salieron a pasear, dieron algunas vueltas sobre la misma zona, un lugar de tantos que poseen y que tiene forma de placeta, hecho de tochana y con una fuente. Al cabo de unos cuantos rulos pateando, una de las dos se despidió discretamente, pero la otra estaba muy deep en los loops y vueltas, su entrecejo (cejijunto, claro, como todas las monas) se veía fruncir desde mi casa, pero también desde la Torre de Collserola. Venga dar vueltas, rollo profesor Tornassol. Joder, pensé, vaya engorilada que lleva la monja.
Y, justo en ese preciso momento y tras verbalizar (creo que en voz alta) la conclusión respecto al comportamiento algo obsesivo-compulsivo de la black monja (¡engorilada!), un manto de profunda empatía me invadió por sorpresa y tuve que hacerle hueco. Sí, es cierto que no salgo vestido de negro y con capucha a dar vueltas de noche por la calle —ella por la calle no, pero ahí en su Emporio estaba on fire—, mas debo reconocer que mis paseos nocturnos en momentos de especial turbiedad tanto creativa como mental bien podrían ser una versión pagana y adulterada de lo que la pobre señora hacía recorriendo la placita como si no hubiese un mañana y la solución a todos los problemas se encontrase en dar vueltas 360º hasta caer rendida.
Nunca llegaré a saber nada cierto del congreso/sacred rave, ni tampoco si ganaron las blancas o las negras o si han conseguido verificar uno de los múltiples perfiles de santos que van creando en Facebook. Tampoco sabré si en alguno de esos loops, la monja engorilada encontraría la respuesta que buscaba o dejaría atrás las preocupaciones para rehabitar su presente plagado de destellos from the Lord y llenos de amor celestial. En mi caso, pensé, en mis paseos nocturnos —sin capucha, con camisetas más bien claras y sin ir descalzo ni con materiales metálicos punzantes— suelo encontrar algún tipo de sosiego, no en el primer loop, ni en el beat número 100. Igual son las caminatas, y no la música, lo que me hace regresar a Visionaere Gràcia con algo más de lucidez, menos spam mental y un poco más cerca del Emporio de las Monjas que no haciendo cola para meterme, de nuevo, en el after de Lucifer.